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  • Foto del escritorMali

Rita

Actualizado: 10 nov 2020




Rita come tranquilamente, esa tranquilidad la lleva consigo desde que nació. Su boca diminuta hace que disfrute de cada bocado. A ella le parece genial, pero a su hijo Jaime, le parece tremendamente aburrido. Pasa cincuenta minutos frente a su madre, esperando a que termine el último bocado para poder largarse sin remordimientos. Pendiente del reloj, se da cuenta que su madre ha hecho un récord histórico, solo ha tardado treinta y cinco minutos en masticar un pedazo de ternera y una tarta de manzana. Tal adelanto en el tiempo se debe a que hoy no ha figurado la sopa, Jaime suplica por más días sin sopa en el menú diario. El hijo le da un beso a su madre. Le dice que le espera un largo viaje. La vida de un camionero transcurre entre vasos de unicel con café quemado y hemorroides. Rita mueve la cabeza, le da la mano y le dice que no se olvide de traerle flores. Rita revisa su agenda, hay dos acontecimientos. Para ella, un acontecimiento es presentarse en casa de alguien que ha perdido un familiar y solicitarle que le permitan hacer fotos del difunto. El manejo de una agenda poco convencional se debe a que tiene varios informantes que le avisan sobre la muerte de los habitantes de la pequeña ciudad. Pocas familias se han resistido a inmortalizar el momento, posiblemente porque cobra poco o nada y porque es ella la que se encarga de toda la logística. Ellos solo tienen que dejarla entrar, firmar un papel en el que se comprometen a no interferir en su labor fotográfica. Una vez hecha la agenda, recorre las dos funerarias que hay. Algo insólito, pero posible, gracias a que el negocio de la muerte genera dinero al pueblo-ciudad. Rita prefiere que la llamen por su nombre porque si le dicen abuela, se siente tremendamente vieja y no hay razón para ello. Para no perderse entre el embrollo de la muerte, Rita ha redactado un memorándum de condolencias, de manera que cada condolencia sea una invitación a fotografiar el cadáver. Abrumados por la dulzura de la condolencia, los familiares entre lágrimas claman por una foto que inmortalice de la mejor manera a su querido familiar. Rita sabe que la mejor manera para que las caras salgan bien es la pulcritud. Ella misma se encarga de maquillar, vestir y tomar la fotografía. Solo cobra los gastos de gestión, su labor la define más artística que mercantil. Hoy visita la funeraria que está entre un jardín de niños y un bar. El nombre de la persona fallecida es Constanza, diecinueve años, pecas por todo el cuerpo, pómulos hundidos, nariz torcida, sonrisa desaparecida, ojos color café soluble, piel leche de avena y larga cabellera trenzada. Prefiere no maquillarla, su blancura oculta las imperfecciones. Antes de decidirse a fotografiarla, convence a los familiares para que le hablen de la joven. A Constanza le gustaba observar los pájaros, lloraba de risa con las comedias y se dormía tarde porque se quedaba jugando ajedrez con su amigo Renato. Le coloca un vestido negro, bellamente adornado con encaje. Sus manos mortuorias, las coloca sobre su delgado vientre, recorta las uñas, peina sus delicadas cejas, enchina y pone máscara a sus pestañas, finaliza su obra con un toque morado en los labios. Rita se preocupa por la luz, —no le gusta la luz artificial—, requisito indispensable para hacer el retrato. Siempre reclama que el ataúd lo pongan cerca de una ventana, Suele ser una afrenta riesgosa porque siempre hay curiosos que miran, buscan distinguirse de los demás, buscando el ángulo perfecto para observar cómo trabaja la anciana y cómo queda el muerto. Los curiosos miran en absoluto silencio, no son de esos curiosos que al menor estímulo gritan para aprobar o desaprobar lo visto, saben que, si Rita se entera, deja de hacer las fotos y empiezan las amenazas, y es, en ese momento, que los curiosos corren como galgos. Hoy la luz es especialmente bella, le da un toque tostado a la piel de Constanza. Por consideración a la familia, Rita se queda a la ceremonia religiosa, no es lo que más le apetece, cada velorio es igual, las mismas palabras, simplemente los curas cambian de nombre. A ella lo que le interesan son las fotos, es su pequeño homenaje a los muertos. Aprendió el oficio viendo a su abuela, ella retrataba plantas medicinales que utilizaba en sus remedios. Tenía un álbum con fotografías de yerbas y sus características, clasificadas como yerbas malas y yerbas buenas. Su abuela era muy celosa de su profesión, no compartía con nadie sus conocimientos fotográficos, así que la nieta tuvo que espiarla. Solo disfrutó de su abuela pocos años. Después de su muerte, — de forma inesperada, se ahogó por un grano de arroz mal ingerido— a Rita le dejó como herencia su pequeña cámara, sabía que era espiada y ella se dejaba espiar. Aunque lo ocultaba, estaba orgullosa de que su nieta fuera aficionada a la fotografía, sin sospechar que la nieta, le hacía más ilusión retratar a los no vivos. Empezó retratando insectos y fue poco a poco descubriendo el mundo animal, en especial a los mamíferos. Todo cobraría sentido al retratar al primer humano. Fue una casualidad. Los que viven en pequeños lugares, saben que la muerte, suele ser un acontecimiento que rompe la rutina de un lugar. Cuando ocurre una muerte, todos se enteran y están obligados a asistir a la ceremonia que uno nunca planea asistir. La muerte de una tía de una amiga, la arrastró hasta una funeraria. Untada en ese lugar, observaba, no lloraba, ni reía, ni suspiraba, ni pensaba, solo estaba ahí, mirando el suelo, contaba los mosaicos, los señalaba con los dedos y se enfadaba si perdía la cuenta. Untada en ese lugar, no se atrevió a ver dentro del ataúd. No había ninguna foto de la difunta, así que la única opción era imaginársela, prefirió no preguntarle a su amiga y entretenerse imaginando caras, se entretuvo un rato, pero después le pareció triste, tristísimo. Su miedo a la muerte no le permitió acercarse, todo sería más fácil si hubiera una foto. No tardó mucho en ser invitada a otro funeral. Ahora era la abuela de la amiga. Aceptó fingiendo no tener interés, pero por dentro estaba tan ilusionada que agarró la cámara con fuerza. Una vez en el lugar, el ataúd se presentaba como el Santo Grial, inmaculado, brillantísimo. Meditó mucho antes de acercarse, estaba temerosa de que la etiquetaran como un agente patógeno extraño, midió sus pasos y una vez ahí, hundió su rostro para apreciar el de la abuela, llena de grutas profundas, labios desaparecidos y una nariz penosamente hecha. Nadie se percató de su presencia. Todos estaban preocupados por su dolor, fue en ese instante que se mordió el labio, se agitó el cabello, sacó la cámara del bolso y sin preguntar, tomó varios retratos. Su amiga la vio, le dio su aprobación con el mentón y siguió llorando. Así comenzó la carrera de Rita. Su primer trabajo profesional fue desolador. Un niño había perdido la vida. Los padres estaban destrozados. Rita halló la forma de hablarles secretamente, quitando tiempo a otros —desesperados por ser los primeros en dar el pésame— les explicó que deseaba hacer un retrato de su difunto hijo, los padres reaccionaron agresivamente, la madre, por poco la jala de los pelos, tuvo que intervenir el dueño de la funeraria. Rita respiró profundo y con una voz dulce les dijo que su hijo desearía que tuvieran un retrato de él. La madre se calmó, miró los ojos de Rita durante varios segundos y le regaló un abrazo, ese era su gesto de aprobación. Rita no solo se dedicaba a sacar fotografías, empezó a estudiar, sorprendida leyó que, en la Inglaterra de la época victoriana, era común sacar fotografías de los difuntos, e incluso, los más entusiastas posaban con los muertos y retocaban los daguerrotipos para que los ojos parecieran los de un vivo. No hizo publicidad de ningún tipo, no quería carteles con lemas engañosos y mucho menos quería proporcionar algún teléfono de contacto para recibir propuestas o insultos por su actividad. En el poco tiempo que llevaba en la profesión ya podía contar anécdotas disparatadas: un señor con aspiraciones a convertirse en asesino en serie le propuso que él podría matar a la gente mientras ella tomaba fotografías del proceso, otro más pensó que lo mejor era documentar su suicidio y tres hombres coincidieron en que Rita los acompañara a desenterrar muertos, pero el caso más increíble fue la propuesta de un joven, pálido como un vampiro después de un ayuno. Quería montar una empresa con el propósito de que la gente contratará servicios fotográficos para retratarse en vida, simulando estar muertos, ellos decidirían cómo deberían ser recordados, escogerían el peinado, el maquillaje, la ropa, la pose..., todos los detalles estarían al cuidado de la empresa y como broche final una imagen los inmortalizaría. Desestimó la oferta. Rita vivía con su hijo Jaime, él estaba al tanto de lo que hacía su madre, no estaba preocupado ni entusiasmado, veía que su madre lo disfrutaba y eso le bastaba. Jaime era camionero, pero no era un profesional del volante cualquiera, se entretenía viendo las piezas que conformaban el camión, las comparaba con las del resto de sus compañeros y a la más mínima anomalía escribía o llamaba a la empresa. Las quejas eran muchas, las compañías habían optado por bloquear su número telefónico. Jaime se las había arreglado para cambiar su identidad y seguir con su labor altruista, un mundo en el que los vehículos de carga sean iguales para un camionero rumano o para un árabe. Rita está en la funeraria, mira detenidamente la luz, no le gusta mucho la de esta tarde, medita sobre el asunto igual que un niño medita sobre las respuestas de un examen. Su rutina es interrumpida por el encargado de la funeraria que le informa que el muerto, ya no está muerto, está en su casa, sentado en un sillón pensando en la luz que vio. La abuela está desesperada ante la imposibilidad de sacar la fotografía, pero al final decide que no es momento de impacientarse. Hoy no habrá retrato. El suceso le permite pensar qué hacer cuando se le presenten esas vicisitudes, vivos a un paso de la muerte que se rehusan a pasar del otro lado. Cabizbaja se despide del encargado de la funeraria. Rita se sorprende por la amargura que le provocó no haber hecho el retrato. ¿Tan importante es retratar la muerte? Se reconforta mirando su querido álbum con retratos de la época victoriana, fotos son en blanco y negro, el blanco le da un toque blanquísimo a la piel, no se nota ningún borde, ningún atisbo de arruga, piel perfecta, en el caso de las mujeres muestran unos recogidos impolutos, está presente la negrura de los trajes que lo cubren todo, los que son retratados con los ojos abiertos, se les puede ver el alma, parece que han sufrido los horrores de una época en la que faltaba entusiasmo por vivir, porque vivir pendientes del decoro te condena a la muerte. Se queda dormida con el álbum abierto sobre el pecho. Se despierta fatigada. Jaime le habla al oído. Mamá te solicitan en la funeraria. Se levanta de un salto, decide no ponerse medias y sale de la casa sin arreglo. Por puro trámite saluda al dueño de la funeraria, salta hacia la sala donde velan al muerto. Repasa el protocolo para hablarle al familiar sobre la necesidad de retratar al fallecido. Se encuentra con un muro. Una viuda se niega a tener un retrato del marido. Después de horas de charla, de dimes y diretes, la verdad aparece. La viuda odia al marido, se alegra de su muerte y lo que menos quiere es un retrato, para dejarlo más claro, lanza un granulado escupitajo al rostro del recién muerto. Rita decide que ha visto demasiado. Se retira del lugar, imitando los pasos sigilosos de un ladrón que atraca una joyería. Una vez en su casa, combate la ansiedad mirando las fotos de los difuntos que ha retratado. Observa cuidadosamente la textura del rostro, del cabello, las arrugas sí es que las hay, la comisura de los labios… todo le parece imperfecto pero a la vez perfecto. Se acurruca en la cama, abre su apreciado álbum de fotos, coloca perfectamente las manos sobre las tapas de cuero, alinea la cadera y cierra delicadamente sus párpados. Cae en un sueño profundo y en un acto secundado por dios invita a su corazón a dejar de latir. Rita fue velada y enterrada con todos los honores. Nadie se atrevió a retratarla.






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